Miyuki Akiyama se despertó sobresaltado al golpear el tren de aterrizaje en la pista del aeropuerto corporativo de BionTech, en Sudáfrica. Contempló el iluminado skyline mientras el Dassault Falcon 900 devoraba, en la más absoluta oscuridad, los últimos metros hacia el distante hangar. Sentado en el cockpit del copiloto, luchó por no cerrar los ojos y volver al agradable sueño. La oscuridad de la achaparrada estructura de acero corrugado engulló las angulosas formas del oscuro fuselaje, carente de matrícula y distintivos. Akiyama se desperezó mientras admiraba la habilidad del piloto para no decapitar al séquito en la aproximación final. Los tres enormes motores rugieron una última vez antes de sucumbir a las órdenes de la aviónica avanzada.
—Señor, en hora —el acento duro y frío del piloto le evocó las viejas películas rusas que miraba junto a su abuela. Metódicamente, el expiloto de combate se fue extrayendo los conectores de los implantes subdérmicos. El vello de Akiyama se erizó al recordar la desagradable sensación que eso producía. —Gracias por el fantástico vuelo. Alistad el avión y esperad con los motores listos en más dos —ordenó Akiyama, en un tono que no admitía réplica, abandonando el cuero mullido.
A su paso, la exigua tripulación le saludaba con excesiva solemnidad en su camino a la portezuela. De soslayo, comprobó la hora. Las manecillas del Poljot lo hipnotizaron con su precisa frialdad. Titanio sobre titanio. Dos pasos más para abandonar el confort y lanzarse a las brasas del verano sudafricano. Duro golpe de calor. Los poros de la piel sintética se cerraron en un esfuerzo máximo por no perder la humedad.
El enorme todoterreno americano estaba a escasos metros de la escalerilla. Impecable chófer de ébano sosteniendo la descomunal puerta blindada. Impertérrito, tal como lo recordaba de los últimos viajes al continente. Pasos seguros entre contratistas privados. Tensión en los hombros de los paramilitares. A su derecha, un detalle llamó la atención del viejo Akiyama. El puto mercenario afrikáner, de barba en exceso poblada, estaba retirando el seguro del M4. Valoró las opciones y, en un gesto demasiado eléctrico para un hombre de su edad, Akiyama saltó entre el chófer y la puerta blindada. Las primeras balas destriparon el aire, segando vidas a su paso. Sorpresa en las rudas caras. —¡Matadlo! —una voz grave resonó por encima de los disparos del nueve de Akiyama. Con precisión, los contratistas se replegaron buscando coberturas inexistentes. Caos. Muerte. Movimiento a la derecha de Akiyama. Ráfagas de fuego de cobertura barrieron el lateral del Cadillac. El chófer se colocó entre los agresores y Akiyama, recibiendo una nube de plomo encamisado en bronce. El preciado regalo permitió vaciar un cargador más sobre los traidores. Golpe sordo del cargador vacío en el ensangrentado pavimento. Los pulmones al límite. Órdenes a plena voz. Gritos de furia. En ese momento lo entendió. No podían matarle. Él era su contrato. —¡Ríndete, viejo! —ordenó una voz rasgada por años de forzarla en decenas de campos de batalla. —¡Os voy a matar uno a uno, cabrones! —gritó el viejo mientras contemplaba la diminuta Glock 26 en su mano derecha y un Extrema Ratio en la izquierda. El jefe de seguridad de BionTech se preparó para el cuerpo a cuerpo mientras enviaba órdenes ejecutivas a los equipos de asalto y recuperación. Los mensajes volaban en su retina derecha.