Un hilo de lluvia incipiente empezó a mojar los adoquines de la calle lateral mientras caminaba sin prisa hacía los muelles de carga. Buscaba un letrero de neón rojo sobre verde lima colocado sobre un edificio de hormigón y acero negro. El frenesí de los estibadores, distante pero constante, inundaba las callejuelas y ensordecía las conversaciones de los marinos mercantes que se cruzaban con él. Las dispersas gotas se convirtieron en torrente. Los andares cansados se convirtieron en prisas. Se acomodó la pesada gabardina para lidiar con la gélida agua invernal y continuó la búsqueda con pasmosa relajación entre centenares de contenedores de carga, abandonados, que se amontonaban anárquicamente en calles de imposible comprensión. Mientras recordaba las indicaciones que compró en el Zoco árabe, de las afueras, se sorprendió encontrando su mente admirando los desteñidos colores, corroídos por la intemperie, de dos containers de Hyundai Corp. La fragancia de Ramen y cuscús le llamó la atención y la persiguió hasta dar con el origen, un destartalado tenderete de comida rápida. Apartó los deshilachados plásticos del improvisado techo, con la mano enfundada en cuero, y se cobijó del molesto aguacero.
– Aún no es época de Typhons pero el tiempo nos castiga con infortunios.– la voz rasgada por años de contaminación escupía las palabras entrecortadamente con un deje metálico que no daba lugar a dudas, el propietario llevaba un implante sintetizador vocal arrancado de alguna vieja reliquia de desguace, de los inicios de la robotización.
– ¿Tienes Ramen recién hecho?– preguntó el hambriento Kimura mientras analizaba al anciano tras los fogones.
– Claro, claro, claro, claaa.– algún error de software le provocó un bug que el anciano omitió continuando con su ajetreo.– ¿Paaaa paraa bebebeberrrr?– Continuó mientras unos fideos saltaban en el Wok.
– Atsukan muy caliente y una ración grande de Ramen. – Dos días sin comer era demasiado incluso para él. Miró la hora dos veces y repasó mentalmente las instrucciones mientras observaba al resto de clientes.
El tenderete era un viejo furgón Toyota con un techo agrandado por cañas de bambú, chapas corrugadas y plásticos viejos. Apenas tres mesas bajas con cajas por sillas, una exigua barra, todo, iluminado por eternos farolillos de papel y dorados nekos colgados de hilos de seda roja. Las gotas martilleaban el metal sin piedad aparente mientras dos chinos jugaban al Mahjong ignorando la molesta noche y un joven mutilado, sucio y andrajoso apuraba un plato de arroz sentado entre cajas de plástico vacías. Volvió a mirar la hora un par de veces seguidas y esperó sentado sobre un antiguo barril algo que le reconfortara.
El primer vaso entró directo. El segundo lo degustó y disfrutó la calidez en el esófago. Fué sutil pero escucho como, delicadamente, una mano apartaba los plásticos para entrar. tenue golpeteo de la lluvia sobre un anorak tático. No se giró, buscó el reflejo en las decenas de nekos que adornaban el restaurante. Pasos tenues. Dos sonoros sorbos a la increíble sopa. Los implantes de combate se erizaron ante la proximidad. La retina un hervidero de avisos. Otro trago distraído para girarse en un gesto fugaz con el cuarenta y cinco en ristre. Sorpresa en los ojos de la presa. Temor certero. El Mahjong quedó inundado de sesos y espesa sangre modificada antes, incluso, que la preciosa vaina encontrara su lugar en el mugriento suelo repleto de colillas de tabaco de contrabando. Billetes verdes bajo la botella de porcelana del Atsukan y de camino a la salida dos disparos más, a quemarropa, amortiguados por el preciso silenciador.
– Sin duda, un ninja corporativo. Sin duda, la noche sería movida.– pensó Kimura mientras se perdía en la creciente oscuridad de la tormenta.