Estaba postrado mirando los ojos a la muerte. Los esperaba fríos y encontró una dolorosa calidez. En ese preciso instante se preguntó si había valido la pena penetrar en la red de BionTech por unos cientos de miles de dólares.
—Será un trabajo rápido.—recordó que le había dicho Otomo.— Entrar y salir. ¡Tenemos los putos códigos!.— Gritó el extravagante mafioso mientras levantaba la mano con un pequeño disco de datos. Otomo era un viejo yakuza cascarrabias venido a menos y vestido con imposible mezcla de estilos retros.
Ito agarró el dorado disco de la mano enfundada en látex rojo con un movimiento demasiado rápido para los implantes oculares ocultos tras gafas de pasta blanca y cristales espejados rosas.
—Te cobraré el doble, por adelantado.— exigió Ito guardando las claves entre los pliegues de la gabardina.— Y no haré preguntas incómodas a personajes incómodos. ¿Hay trato?.— Y alargó la mano para cerrar el trato, dejando al descubierto un feroz dragón tatuado.
Otomo agarró la mano de Ito con una fuerza impropia de un anciano.
— Tráeme el material y te pagaré el triple.— Se retiró las gafas, con la mano libre, y el Yakuza le clavó la mirada con los inertes orbes de mercurio líquido.
Andando entre la muchedumbre de la zona norte, de los barrios exteriores, acariciaba el diminuto disco de datos disfrutando los matices y las texturas del hardware mientras meditaba que algo se le escapaba.
—¡A la mierda!.— sentenció para sí. En unas horas tendría la pasta para viajar a Nueva Delhi y modificarse para ser un hacker de primer nivel.
El equipo emitía un leve zumbido mientras se cargaban las secuencias prefijadas. Guantes enfundados. Puro cuero negro y brillante. Ardor en las conexiones. Frío intenso en la columna. Furiosos gestos en el aire frío del apartamento de Ito. Cascadas de datos en el visor. Las líneas de código se sucedían. Estaba buscando la brecha. Estaba concentrado, en el momento, la ola perfecta, la entrada al Edén. Un salto limpio era la clave. Una entrada abrupta, pura catástrofe, demasiados ojos se centrarían en el diminuto avatar. Salto. Dentro.
Introdujo el disco en el viejo hardware y aplicó los comandos en un anticuado periférico de plástico negro con retroiluminación led. Todo perfecto. Un código apareció delante del avatar y lo envolvió. No era mierda civil, era militar. La piel le ardía. Luchó con todo su ser. Desgarró el aire. Modificó rutinas. Lanzó programas de camuflaje mimético. Evadió. Subió las marcaciones martilleando, furioso, comandos en el creciente vaho. Pánico creciente. El gesto se le torció en una desesperada maniobra para no morir chamuscado y … Notó el fuego en la base del cráneo. Expandiéndose como el veneno de una king cobra. Y… Nada. Parpadeó dos veces con toda su fuerza para borrar la visión. Pero allí seguía. Dos enormes ojos de mercurio líquido. Los ojos de la muerte.
La incertidumbre de la oscuridad que envolvía los orbes le provocaba una indiferencia difícil de explicar. El dolor hacía rato que había desaparecido y las convulsiones sufridas en su ajada butaca eran parte de un pasado lejano entre brumosas tinieblas. La calidez lo envolvía todo, absolutamente todo y, de repente, llegó un frío cálido.
—¡Despierta!.— Era la voz del Sr. Otomo, gritando por encima de la estática y de los equipos a máximo rendimiento.—¡Tenemos un trato, ahora no te puedes morir!—El cuerpo de Ito convulsionaba sobre el sillón de vuelo, enfundado en neopreno y anguloso casco espejado.