Kenso introdujo una moneda en la cromada ranura con dos pulsaciones rápidas introdujo el código que se conocía de memoria y, sin esperar, volvió al lado de su Whisky. Un gestó con el índice y el barman, que estaba de pié tras la barra, empezó a prepararle otro Malta con hielo sintético. La canción empezó a sonar en el preciso instante que el posavasos resbalaba prodigiosamente sobre el pulido metal. Era una canción antigua, como la máquina de discos, pero le recordaba aquellos primeros años como policía en la sección nueve. Era viernes de junio y la humedad era insoportable, y Kenso estaba furioso por su enorme cagada. Vació la copa de un trago y largó unos billetes sobre la barra. Con los últimos acordes la canción abandonó el bar ante la mirada de odio de decenas de compañeros.
– Buenas noches, soy el Capitán Kenso de la sección nueve ¿Sr.Takeshi? – Los ecos de su propia voz producían una molesta estática en el interior del habitáculo. El tono sonó cansado, quizás demasiado, pensó Kenso mientras rebuscaba, en la bolsa de mano, otra dosis de Meta.
– Sí, sr. Takeshi al habla ¿Qué desea Capitán?
– Disculpe pero ayer…– Las detonaciones de un arma automática interrumpieron a Kenso. Martilleo típico de una ametralladora rotativa soviética pensó el Capitán. Perseidas de partículas de cristal inundándolo todo. Dolor lacerante. Maniobras evasivas desesperadas sobre la autopista elevada. La tibieza de la sangre le remojó los dañados labios. Semitumbado en el asiento del copiloto buscaba a los agresores cuando otra ráfaga mortal sacudió el sedán oficial. Se quedaba sin opciones mientras su chipado cerebro buscaba soluciones en la red. Los procesos se multiplicaban empujados por la adrenalina artificial que ya bombeaba desbocada. Las órdenes se sucedían, elevando peticiones a los equipos tácticos y de rastreo de objetivos. En cuarenta segundos tendrían un dron sobre él. Una estela pasó por su derecha justo cuando cambió la trayectoria y el proyectil de punta hueca explotó sobre el guardarrail. Un trozo de hormigón se incrustó en el lateral negro del bólido nipón.
– ¡Hijos de Puta!– maldijo el oficial por encima de las incesantes detonaciones. Mientras se miraba el brazo destrozado.
Los impactos se sucedían sobre la chapa blindada cuando el coche se paró en seco en la desierta autopista. Entonces lo vió. Vió la forma característica del fuselaje de un helicóptero de combate. Estaba en vuelo estacionario a escasos cincuenta metros del humeante amasijo de metal. Delicadamente el pájaro de materiales avanzados hizo una elegante maniobra para ofrecer su flanco. El odiado Capitán Kenso sostuvo la mirada del espejado casco negro del piloto hasta que una lluvia de plomo encamisado y fuego escupido por una GShG-7 lo inundó todo.
Una explosión iluminó el cielo de Tokyo sobre los carriles elevados y una enorme bola de metal compuesto envuelto en llamas cayó en los suburbios bajo la autopista. Explosiones. Dos estelas de motores de reactor fué lo último que vió antes de desvanecerse.