—Ha llegado el momento —susurró, de pie frente al monitor de datos donde se mantenía, desde hacía días, contemplando el constante flujo. —Ahora transmito sus órdenes, Sr. Igo —el menudo asistente se dobló exageradamente antes de girar sobre sus talones para salir, diligentemente, de la enorme sala.
La pantalla emitía destellos intermitentes sobre sus implantes oculares y acentuaba las demacradas facciones de Igo Matsuda. El hombre más rico del mundo estaba exhausto. Esperó frente a la enorme pantalla lo que le pareció una eternidad, pacientemente, la obra de toda una vida. Las piernas le flaqueaban, notaba la boca seca y un ardor en el estómago que ya no podía ignorar y... sucedió. Las cascadas infinitas cesaron de golpe y la oscuridad se adueñó de la brutal bóveda, engullendo al ahora diminuto Igo y también la ciudad que tenía a sus pies. Sin apenas fuerza, se dejó caer en la vieja butaca. Estaba desgastada por las décadas de uso. Agarró con fuerza los brazos de cuero marrón con los ojos clavados en el opaco cristal del ventanal. La urbe tenía que estar en algún lugar detrás de la absoluta oscuridad, en algún lugar detrás de su legado. En la negrura buscó la familiaridad de sus temblorosas manos centenarias y se maldijo por su torpeza. La perfección, el sumo cuidado en los detalles, eran su obsesión desde niño y ahora, postrado en una obra de artesanía más longeva que él, no tenía un simple candelabro a su lado. Se maldijo.
—Sr. Igo. He pensado que la necesitaría —sentenció la aterciopelada voz de su asistente de cámara mientras se aproximaba con un precioso candelabro de bronce repleto de réplicas de velas en perfecto color dorado.
—Mil gracias, mi fiel compañero. Te puedes retirar, ya no precisaré más tus servicios —con un gentil ademán acompañó las cansadas palabras, casi suspiros, mientras su mente ya divagaba admirando las hipnóticas llamas. Por un instante, apartó la mirada de la cálida luz y se preguntó si la historia lo juzgaría como el hombre que salvó a la humanidad o como el maníaco que aniquiló el mundo conocido. Y la oscuridad le invadió a él también. Las tinieblas le abrazaron en su seno.
