Sentado en la mesa del fondo, admiraba, entre el opaco cristal de su whisky con hielo, el devenir de los clientes del tugurio de Sato. En unas mesas envueltas por sofás de la zona más oscura, un grupo de marineros filipinos admiraban el striptease de una real. Fascinados por los sexuales gestos en el acero cromado, dilapidaban su paga, introduciendo viejos billetes entre los precarios hilos de seda. La pequeña barra de Sato estaba atestada de trabajadores del astillero consumiendo algún tipo de sake fuerte. Sucios. Sin futuro. Sin interés ni dinero por las afamadas putas sintéticas.
A su derecha, las prostitutas, de esbelta figura moldeada en algún taller ilegal del Viejo Tokyo, se arremolinaban sobre un grupo de rancios moteros: parches desgastados sobre cuero negro sintético, barbas incipientes buscando imitar, con infortunio, a sus ancestros infernales, voces graves, exceso de droga sintética e implantes, brutalidad de guion. Una mole, medio coreana, medio rusa, agarró a una sintética por el cuello mientras con la otra mano se sacó la polla, erecta, y arrodilló a la "repro". Los vítores retumbaron con estruendo en el oscuro local mientras el desgraciado androide le hacía una mamada con cara de diosa de la lujuria perfectamente programada.
Dos bikers más se sumaron a la fiesta, destrozando los llamativos y diminutos trozos de tela para empotrarlas como si fueran animales. Vítores. Los obreros se sumaron con gritos y aplausos. Desde la distancia, de su whisky aguado, escuchó el zumbido de servos modificados y golpes secos, quejidos ahogados y gruñidos de impotencia. Un desdichado voló dos metros y se empotró contra la mugrienta pared al lado de la máquina de dardos. El origen de todo el revuelo: un mamut siberiano cableado a full.
El viejo inspector agarró el vaso y decidió observar, divertido, cómo solventaba la papeleta el enorme Igor. Igor era el segurata de Sato, un ruso desproporcionadamente grande. Cuando Igor agarró a un joven prospecto por el cuello, lo vio. Vio a un tipo solo sentado en una mesa con una Sapporo en la mano, ojos de hielo y ajeno al ajetreo de la sala. Con el vaso, casi vacío, en una mano y las nacaradas cachas del .45 en la otra, se aproximó a la mesa del tipo evitando los sintéticos placeres infinitos.
