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The Venetian





Estaba sentado, el expreso oscuro e intenso en la taza de porcelana antigua, negra y oro, un anacronismo. kintsukuroi (金 繕 い). Mi mirada se perdía en el desfile silencioso de sedas y lanas colgadas en los percheros de época. Un resplandor fugaz en el cristal me arrastró a la calle, un torrente sin fin de cuerpos iluminados por neones parpadeantes, el pulso incesante de Neo-Tokio. Un gruñido de repulsión se anudó en mi garganta y volví a mis telas, cada una estratégicamente dispuesta, una sinfonía cromática perfecta que era mi única certeza en este caos. "Disposición perfecta", pensé, el mantra narcotizante que me devolvía al presente, o al menos, a un presente que podía controlar. Mis pensamientos se disolvían, buscando ecos en recuerdos casi olvidados.

La campanilla de la puerta apenas emitió un tintineo cuando un cliente entró. Fue demasiado silencioso, demasiado calmado. Sentí mi privacidad violada, como una fisura en mi mundo de orden. Aparté la vista de los estantes y, distraído, apuré un trago excesivamente largo de café, dejando que el amargor denso me invadiera los sensores.

—Buenos días. —Su saludo fue demasiado cálido, una anomalía para un extranjero, una afrenta personal que se acentuó con una leve inclinación de su torso.

El cliente, un americano de mediana edad, me observó sin prisa y asintió, su tez impoluta y casi artificial un contraste con el bullicio del exterior, mientras sus ojos escaneaban los estantes. No era mera curiosidad casual; se detenía en cada pieza, admirándola con una devoción casi reverencial, cada pliegue, cada textura, cada puntada. Vestía un traje corporativo de cortes limpios, una tela que gritaba "calidad artesanal" incluso a la distancia. Pude apreciar la maestría del patronaje, la atención obsesiva al detalle. Se acercó al mostrador para examinar las antigüedades expuestas bajo el cristal. Otro sorbo de café, otra sonrisa fugaz. Mis lamentos eran internos. De cerca, la tela de su traje era exquisita, casi irreal. Me quedé estupefacto. ¿De dónde era esa prenda?

El climatizador del techo siseó, una corriente de aire sintético equilibrando el calor de mi furia contenida. Un silbido casi imperceptible acompañó mis pensamientos. Conocía a todos los sastres de Tokio, y ninguno alcanzaba ese nivel. El hombre, ajeno a mi tormenta interna, repasó uno a uno los relojes del mostrador. Eran piezas de museo, la mayoría, reliquias mecánicas en un mundo digital. Con movimientos pausados y un cuidado extremo, los admiró. Maquinaria tras maquinaria, hasta que sus ojos se fijaron en un Poljot tosco y anticuado. Sin duda el más modesto de todos, el que, a pesar de mis esfuerzos, seguía empeñado en retrasarse un par de segundos al día.

—Disculpe, ¿me permite observar más de cerca este precioso Poljot? —El acento no era el esperado. El japonés fluía de sus labios con una perfección inquietante, y acompañó la petición con una reverencia leve y precisa.

Su petición fue tan impecablemente correcta que me sentí obligado a corresponder. Mi inclinación fue sincera, mi respuesta también.

—Por supuesto, se lo muestro de inmediato. —Me coloqué unos finos guantes de algodón, mis extremidades metálicas brillaron bajo la tenue luz del local, para no dañar el antiguo metal. Sobre el cristal coloqué una bandeja nacarada, forrada con fieltro verde. El anticuario me había jurado que el fieltro provenía de una mesa de blackjack del Casino The Venetian de Macao; de hecho, aún conservaba rastros de los diseños descoloridos. Deposité la pieza rusa exactamente en el centro, perfectamente equilibrada.

El Gaijin se puso los guantes que le ofrecí, desechables pero de una calidad inesperada. Con movimientos meticulosos, seguro cableados, examinó cada detalle imaginable, dedicando más de una hora a la inspección. Finalmente, dejó la antigüedad sobre el fieltro gastado y se quitó los guantes, colocándolos a un lado. Precisa colocación. En ese instante, el tiempo se detuvo. Permaneció inmóvil en medio del mostrador, sus ojos fijos en los míos, la quietud rota por el leve zumbido del clima Fujitsu.

—Me lo quedo. —Su voz era tranquila, resonante, mientras sacaba una chequera de cuero auténtico del bolsillo interior de su americana. Con una pluma de tinta azul eléctrico, comenzó a rellenar un cheque del Mitsu Bank.

—Disculpe —dije torpemente, mi voz sonando extraña en el silencio. —No hemos hablado del precio. Es un reloj extremadamente caro y...

—Discúlpeme a mí, he sido excesivamente grosero al adelantarme. Hace demasiado tiempo que busco esa pieza. —Los dos hombres de mediana edad nos miramos de nuevo, un silencio prolongado llenando el espacio entre ambos. —Verá, ¿señor...?

Nomuri —añadí, sintiendo la urgencia.

—Mi cliente ha estado observando la transacción. —Justo en ese instante, percibí un pequeño brillo, casi imperceptible, en las retinas del Gaijin. Una luz azulada, un parpadeo de datos. Todo había sido retransmitido en directo. —Le ofrece un cheque en blanco por toda su tienda y por sus servicios futuros en un asunto del cual será informado a su debido tiempo. —Dijo, extendiéndome un cheque de precioso papel sepia.


 


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