Era una bolsa de deporte antigua, vintage, la compró en una tienda de segunda mano. Le gusto el diseño con un tipo capturado en el aire instantes antes de hacer un mate. Letras Nike doradas y Air desgastadas. En su mejor momento, quizás y solo quizás, también lo fueron. Pulcro dorado. Según le dijo el coleccionista en su tiempo fue una importante marca de ropa de un jugador de baloncesto blanco que era el mejor de todos los tiempos. No sabía ni que era el baloncesto, pero el diseño le gustó. Pasos técnicos. Miradas rápidas a totas las superficies cromadas. Reflejos distantes de la muchedumbre hacinada. Callejón abarrotado de una turba gris. Obreros camino a ninguna parte. La mayoría dormía en espacios minúsculos del subsuelo de la City y vagabundeaban hasta la queda. El cableado de la red aportaba un extra de confort a sus miserables vidas. Conexiones ilegales. Calor de teras de datos a la velocidad de la luz. Enfermedades electromagnéticas, una leve carga para quien moriría igualmente antes de los treinta. Era un trabajo jodidamente fácil, le dijeron. Entregar el paquete y pirarse. La bolsa pesaba. Las asas estaban tensionadas al límite, pero él caminaba como si no llevara nada en las putas manos. Apretó los maxilares. Notó la cálida sangre en las papilas gustativas. El sabor ligeramente metálico le calmó los nervios. Iba vestido como ellos, anodino al máximo. Implantes cubiertos. No podía correr riesgos. Miró el reloj. Digital y anticuado, cómo a él le gustaban. Tenía una vieja pantalla monocromática que ofrecía una presentación simple de un formato horario anacrónico. Una dolorosa corriente eléctrica le recorrió la columna. Los implantes, uno a uno, le punzaron. Estaba jodido, lo sabía. Alguien tremendamente bueno lo estaba jaqueando. Un firewall a la mierda. Un leve destello, apenas perceptible para cualquiera que le estuviera mirando fijamente, si eso fuera posible, le alertó en la retina de mercurio. Gafas espejadas. Rojo y dorado. Pánico apenas disimulado tras la espesa barba. Diseño angulado, corte pulcro y una trenza que bajaba hasta el plexo y finalizaba con una cuenca de nácar blanco. Segundo comprometido. Lucho con todo para no mirar, nervioso, entre la turba. Recordó su entrenamiento. Cada jodido paso, una lucha. Las respiraciones le laceraban y los implantes empezaban a quemar las cicatrices de la piel que los envolvían. De repente la mochila pesaba demasiado. La miró y fue incapaz de enfocar. Ante sí, a través de las gafas, solo podía observar un bulto negro. Agarró el viejo Nailon negro con todas sus fuerzas. Un tipo gordo con un uniforme raído de obrero de Kato heavy Industries le golpeó. Miradas cruzadas repelidas por la pulcra superficie espejada. La mano libre buscó nerviosa en el bolsillo del pantalón. Estaba allí. Tenía que estar. Las yemas de los dedos acariciaban el fondo del forro de algodón milímetro a milímetro. El contacto con el metal del pequeño cubo lo calmó una fracción de milésima de segundo. Cayó el segundo. Fallos severos de coordinación. Traspiés. Solo la muchedumbre lo sostenía en pie. En menos de un minuto caería el último. Fácil, pensó, mientras su mente divagaba. El cubo en su temblorosa mano recordó en un flasback. La secuencia, cuál era la puta secuencia. Cerró los ojos mientras se aislaba de los ruidos ambientales. Se quedó quieto. La masa, tras unos golpes iniciales, empezó a esquivarlo. Y por fin, empezó metódicamente a pulsar cada cara del negro metal. Uno, uno, cinco, cuatro, tres...