Notaba las rojas zapatillas pegadas en el acristalado escenario. Se mantuvo quieto deleitándose de la más absoluta oscuridad mientras escuchaba en su equipo coclear, muy distante, el murmullo de miles de fans. Instrucciones entrecortadas. Movimientos frenéticos en su visión periférica. Y sin previo aviso, mil soles prendieron la noche y la ansiosa masa enloqueció con los primeros acordes. Las Converse se tornaron puro fuego aumentando la cadencia a cada milésima. Los preciosos brazos de acero pulido arrancaban furiosos acordes de la Fender azul cobalto. El ritmo invadía su ser y lo estaba notando cerca del límite sensorial por suerte llegaron el boot de los fármacos. Subidón extremo. Los límites físicos se expandieron hasta el infinito y, entre notas vibrantes, aceleró exponencialmente. Las notas se sucedieron, vertiginosas y apasionadas. Otro chute directo al cerebro. Los temas se sucedían y el clímax estaba próximo.
Sus ojos, plenamente optimizados a los destellantes juegos de luces recorrían la enloquecida zona VIP. Pasión desmedida. Desenfreno total.
El giro fue brusco pero in timing. La explosión pirotécnica llenó el cielo de la Bahía de Tokio con el último tono. La oscuridad que dominó los instantes posteriores a la catarsis, casi atómica, enalteció a los incondicionales Punkers.
Despacio. Excesivamente lento encaró al público. Desconcertado se encaminó hacia las primeras filas y se detuvo justo en el límite. Con un movimiento eléctrico extrajo una compacta pistola del nueve parabellum y descargó con furia todo el cargador en la cabeza del sorprendido presidente de Komo-Bio-Labs. Las salpicaduras de sangre tibia en la sudada cara le devolvieron al mundo. La visión de la muerte le paralizó hasta que notó el extraño contacto de un objeto ajeno en su mano. La mirada quedó clavada en las Converse proyectadas de sangre y sesos mientras su mente divagaba. La luz también murió.